Que el mundo de la publicidad es fácilmente caldo de cultivo
para el engaño es algo que no se le escapa a nadie. Es cierto que hay una
publicidad abiertamente engañosa, pero no es menos cierto que también hay otra
que lo es encubiertamente. Cando hablamos de publicidad inmediatamente nuestros
pensamientos se dirigen a la de tipo comercial, como si no existiera otra,
cuando en realidad no se circunscribe a esa esfera, pues lo que se vende en el
mundo de la política, de la ideología o de la religión, se ha convertido
también en publicidad y se comercia mediante ella, solamente que lo ofrecido en
lugar de ser un producto físico es un producto intangible, pero producto al fin
y al cabo. Sin embargo, la misma parcialidad, parecidos intereses y semejantes
argucias son las armas dominantes en el mundo de las ideas, al igual que ocurre
en el mundo de las mercancías.
Y es que las técnicas y tácticas de las ventas comerciales
se han introducido también en el campo de lo ideológico, no habiendo a estas
alturas ya gran diferencia entre una corporación industrial y una entidad
política o una religiosa, pues lo que importa, por encima de todo, son los
resultados y principalmente a corto plazo, echando mano para ello de las
posibilidades que presenta el moderno marketing. No es extraño que haya una
crisis ideológica profunda, porque ¿quién va a creer en lo que es puro merchandising? Los grandes ideales, que en otro tiempo
galvanizaron las mejores mentes y suscitaron revoluciones y cambios sociales,
se han convertido en meros bienes de consumo y a sus impulsores se les detecta
ya a distancia por el olor a propaganda barata, igual que a un borracho por el
olor a alcohol o al fumador empedernido por el olor a tabaco. El romanticismo
de ayer es mero negocio hoy y el pensamiento no pasa de ser puro reclamo. Ni
siquiera los nuevos revolucionarios, que parecen no estar contaminados por todo
este universo del beneficio, salen mejor parados, pues las propuestas que
venden en sus proclamas ya demostraron ser un estrepitoso fracaso en el pasado.
En cuanto a tantos representantes de la religión, cuyos eslóganes, a fuerza de
estar gastados, se han convertido en monserga, hace ya tiempo que se les agotó
el crédito.
Entre las frases publicitarias que algunas compañías
comerciales usan para captar clientes está la promesa de que tal o cual oferta
es para siempre. Ahí es nada. Para siempre es una sugerencia cautivadora,
porque significa que es inmutable, palabra que nos adentra más en los dominios
de la teología que en los del comercio. Estaríamos pues, con lo de para
siempre, ante algo que permanece a pesar de los vaivenes de lo contingente;
frente a algo que trasciende el tiempo. Si la característica de este mundo es que
todo está sujeto al cambio, estas empresas nos presentan algo que no está
sometido a esa ley inexorable. Gobiernos podrán venirse abajo, naciones
desaparecerán, la Bolsa se hundirá, las pirámides de Egipto se convertirán en
arena, los casquetes polares se derretirán, la Tierra se moverá de su eje y
hasta el sol se apagará, pero lo que nunca cambiará, puesto que es para
siempre, son las condiciones de la oferta publicitaria. Ya sé que estoy
exagerando, pero si al menos ese para siempre significara mientras dure la vida
del cliente que acepta la oferta, la propuesta sería coherente.
Pero en realidad ese para siempre quiere decir unos meses,
que es el tiempo necesario para que los promotores de la oferta cambien las
condiciones por otras diferentes y menos ventajosas para el usuario. Y así el
cliente descubre que el lenguaje publicitario es artificial y engañoso, no
teniendo las palabras ningún valor ni reflejando la realidad que hay detrás de
ellas. El problema es que esta banalización del lenguaje en lo comercial cuando
se traslada a otros ámbitos de la vida resulta letal, porque supone que a la
postre nadie cree en nada, ya que todo es una mentira y una patraña fabricada
para captar adhesiones, a fin de lograr ventajas espurias. Por eso hay un
escepticismo y agnosticismo actual que no va dirigido solamente hacia lo
religioso, sino también hacia lo ideológico y político. Es el desengaño
creciente hacia todo y hacia todos.
Pero hay un para siempre que sí es verdadero. Un para
siempre que es real y que significa exactamente lo que quiere decir, habiendo
una correspondencia entre lenguaje y contenido. El Salmo 136 tiene una
peculiaridad que lo hace distinto a todos los demás y es la repetición
constante, hasta veintiséis veces en forma de estribillo, de la frase
"porque para siempre es su misericordia." El texto comienza
presentando a Dios en su ser (1-3), para a continuación describir sus obras:
creación (4-9), redención (10-22) y preservación (23-26), finalizando otra vez
con el ser de Dios (26). Pues bien, tanto su ser como sus obras están saturadas
de esa característica que lo preside todo, incluso los juicios más terribles
(10, 15, 17, 18), que es su misericordia. Una misericordia que es para siempre,
no algo que dura unos meses y luego desaparece. Algo a lo que podemos
acogernos, sin temor a que cambie. Algo en lo que podemos confiar, sin miedo al
desengaño.
En un mundo de palabras falaces y de mentiras revestidas con
grandilocuentes ideas, qué bueno, consolador y vivificador es saber que hay
Alguien cuya promesa verdaderamente es para siempre. Partiendo de eso, ¿cómo
voy a creer en lo increíble, las promesas de la publicidad, y no voy a creer en
lo creíble, su Palabra?
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